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Editorial

Tren nocturno a Lisboa

Sobre la primera casa, los destierros voluntarios y la ausencia, un ensayo literario de Iliana Pichardo para la revista Tierra adentro.

O frio especial das manhas de viagem,
A angústia da partida, carnal no arrepanhar
Que vai do coraçao à pele,
Que chora virtualmente embora alegre.

                                                                                    Fernando Pessoa

 

Souvenir: objeto que sirve como recuerdo de la visita a algún lugar determinado.

Partir es un verbo hacia adelante. Se es inmigrante porque no se tiene otro remedio. Partir es un gerundio: los que parten, siempre están partiendo.

Tengo, por ejemplo, una tatarabuela italiana, de nombre Catalina Stramare, que fue obligada por su esposo, mi tatarabuelo, a viajar a México. Se cuenta que era una mujer de tierra y sabía que su cuerpo no podría soportar el destierro; como una planta arrancada de sus raíces, pronto moriría. Sin embargo, fue obligada por sus propios padres a subir junto a su esposo a un vapor de nombre Messico e internarse en las aguas del Atlántico, quién sabe por cuánto tiempo. Catalina Stramare —que en su nombre llevaba toda el agua que necesitaba— no quiso comer ni salir del camarote la primera semana en el barco. Pero un buen día, mi tatarabuelo, cansado de verla en ese estado, amenazó con que si no espabilaba se tiraría al mar. Más le hubiera valido a mi tatarabuela dejarlo hacer su voluntad, pero el amor o el miedo la hicieron salir de su encierro.

Al llegar a México se establecieron en Morelos donde les dieron tierras y tuvieron tres hijos. Ni bien el más pequeño había cumplido cuatro años, murió mi tatarabuelo de alguna enfermedad tropical. Contrario a todo pronóstico, la que sobrevivió fue ella y aunque pudo haberlo hecho, no regresó a Italia porque ya había comenzado a echar raíces aquí. Y porque nunca es lo mismo regresar a un lugar que se habita en los sueños. Añorar se vuelve un modo de vida: la nostalgia de los inmigrantes.

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Sigmund Freud introdujo el término «fetichismo» en su «Ensayo sobre las aberraciones sexuales», publicado en 1905. Usó el concepto para describir una forma de parafilia. Como ejemplo se cita al pie, que junto con el zapato, es una de las desviaciones sexuales más comunes. En realidad, el origen de «fetiche» viene del portugués feitiço, «hechizo», en español. El término fue dado a conocer en Europa por el erudito francés Charles de Brosses en 1757, mucho antes que Freud. El fetichismo es una forma de creencia o práctica en la cual se considera que ciertos objetos poseen poderes mágicos o sobrenaturales. El fetichismo nos habla de la relación entre las personas y los objetos materiales, y el poder que se otorga a estos últimos.

Un souvenir también es un fetiche. Nos sitúa en el terreno de la nostalgia como metáfora de un momento vivido o una especie de túnel para transportarnos a esas experiencias. El objeto se convierte en protección, en un pedazo de tierra que evita que nos extraviemos por más lejos que vayamos. Además, el souvenir/fetiche tiene la particularidad de contener una impronta de nosotros mismos; no cualquier objeto puede suscitar esa suerte de hechizo a través del cual un espacio o un lugar nos habla.

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El poeta español José Luis Panero, hijo del también poeta asturiano José María Panero, en el documental El desencanto, de Jaime Chavarri, narra una larga lista de fetiches con los que siempre viaja. Algunos de ellos:

—Un cuchillo automático, comprado en Ginebra en 1960, que le ha salvado el pellejo dos veces.

—Una postal de una mujer griega que amó como no ha amado a nadie en la vida.

—Cuatro fotos que adora. Cito:

Una es de Francis Scott Fitzgerald, alcohólico, as myself, y con una mujer horrorosa, as myself; otra es de Albert Camus, delante tiene un letrero que dice ¡España libre!; el otro es Luis Cernuda en México, que de cierta manera ha sido el poeta que más ha influido en mí, junto con este último, Constantin Kavafis. Ambos eran homosexuales, yo no.

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Mi souvenir/fetiche es una postal. Un rectángulo de papel que en la parte posterior tiene varias marcas de diurex que le he puesto y quitado infinidad de veces porque suelo pegarla junto a la puerta de entrada de los lugares a los que me he mudado. La postal la compré en Lisboa, en el año 2002, en la casa-museo de Fernando Pessoa. La parte central tiene la ilustración a lápiz de una maleta o un baúl antiguo de viaje. La parte superior tiene unos versos de Pessoa en portugués, la inferior tiene los mismos versos traducidos al inglés.

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La primera vez que fui a Lisboa llegué en tren. Fue un viaje absurdo, ya que tenía sólo un día para recorrer la ciudad. Salí de Madrid por la noche en el asiento de un tren que iba a tope. Viajé en un compartimento de cuatro, rodilla con rodilla con un hombre corpulento de Cabo Verde que, por las proporciones de su cuerpo, necesitaba más espacio que yo. Así que permanecí toda la noche casi sin moverme, sin dejar parpadear a mis articulaciones, mirando la oscuridad a través de la ventana hasta quedarme dormida.

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Lisboa es la única ciudad que conozco que tiene la capacidad de hacer sentir que ya estuvimos ahí antes. Como haber encontrado un lugar que añoramos antes de irnos. Quizá tiene que ver con el puerto, con el olor salino de la nostalgia, con los espacios secretos, los interiores húmedos, como el cine de Pedro Costa. Lisboa tiene una relación extraña con el tiempo, como si en todo momento algo estuviera partiendo, y su ausencia se quedara en los muros de las casas, en las calles angostas y los tranvías. Por eso, al recorrerla, el cuerpo queda vibrando, pero de un modo recogido, íntimo, como un fado.

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Cuatro años después regresé a Lisboa, esta vez con una amiga. Sentadas en la plaza central, presenciamos cómo una gaviota se comía a una paloma. En ese segundo viaje me compré la postal de Pessoa. Mi souvenir.

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La postal casi se quema. Fue la noche de un día muy extraño en un pueblo al norte de lo que llaman la Mesopotamia argentina. Ese día había tenido un encuentro con una víbora yarará, parecida a la cascabel. La conocí desde el trinche del jardinero que atravesaba su cuerpo encrespado en una larga «S».

Por la noche un humo denso traspasó el sueño y nos despertó de golpe. El techo crujía y todo estaba envuelto en un masa blanca y densa que costaba trabajo respirar. Después descubrimos que lo causó un incienso que dejé prendido y que comenzaba a comerse una bolsa de tela, avanzando por la trama del tejido tan silencioso como la lengua de un reptil. La postal de Pessoa se encontraba pegada en la pared, arriba de la bolsa. Estaba por quemarse, pero la rescaté justo en el momento en que el papel comenzaba a oscurecerse.

A veces, los objetos son representaciones de nosotros mismos, materializando en el afuera algo que nos sucede dentro. Y las casas, con su estructura y la distribución de esos objetos, también son un reflejo de ese interior.

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Ilustración: Enzo

 

Hay una frase en la película Night Train to Lisbon que resume nuestra relación con los lugares:

Dejamos algo de nosotros mismos detrás al irnos de un lugar. Permanecemos ahí aunque nos hayamos ido. Por eso, hay cosas de nosotros que sólo podemos encontrar de nuevo volviendo a esos lugares. Viajamos a nosotros mismos cuando volvemos a un lugar que habitamos por un tiempo de nuestra vida; no importa qué tan corto haya sido, es un viaje hacia uno mismo.

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La casa paterna es un mapa, con sus fronteras, miradores y escondites. Mi guarida, por ejemplo, era la azotea de la casa, en la que podía acostarme a respirar anchura sin encontrarme con algún límite. El refugio de mi hermana era el baño amarillo de su cuarto. Ahí pasaba largas horas fumando a escondidas. A veces me dejaba entrar y yo me sentaba en el lavabo a observarla mientras hablaba por teléfono.

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El año pasado, mis padres decidieron hacer una remodelación a la casa que había permanecido intacta desde hacía más de veinticinco años, por lo que tuvieron que irse a vivir temporalmente a casa de mi abuela. Poco a poco cambiaron los objetos de lugar, una capa espesa de polvo fue cubriendo los plásticos sobre los muebles, las paredes cayeron a martillazos y los escondites quedaron derruidos. La geografía cambió y, por unos meses, el territorio se quedó sin mapa. La casa se transformó en un agujero negro que ya no contenía los caminos que conocíamos para llegar a ella.

En ese estado se encontraba, cuando una tarde de domingo mis padres fueron a la casa junto con mis sobrinos pequeños a revisar los avances de la construcción. Al llegar, se encontraron con una camioneta desconocida que salió a su encuentro con cuatro hombres armados que los obligaron a abrir la puerta de la casa. Metieron a mi mamá y a mis sobrinos al estudio de la planta baja y se llevaron a mi padre a la planta alta, pero encontraron todo derruido. Los ladrones le exigieron a mi padre que abriera las habitaciones que aún se encontraban en pie. Mi padre no llevaba las llaves, entonces lo golpearon. Imagino la decepción de los ladrones al descubrir que habían irrumpido en un territorio baldío, como la carcaza de un barco naufragado, sin nada que pudiera ser arrancado a sus dueños. Una tierra de nadie.

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Como las ciudades con puerto, la casa paterna es un espacio que se habita en los sueños. Cuando uno vuelve nunca puede regresar del todo, por eso siempre se está de paso. En Historia(s), Godard arma que «viajar es rememorar y proyectar. El espíritu libre es el que se embarca y corta las amarras para donarse en la proyección de la memoria». Nos vemos eyectados de ese primer hogar, en una suerte de destierro voluntario: partir para buscar. La memoria va recreando ese lugar primigenio que se añora —como en la nostalgia de los inmigrantes—, y su búsqueda es un continuo recuperar pedazos de esa casa primera. Un lugar que ya no se encuentra en un mapa porque se ha diluido en el territorio imaginario o sensorial de la ausencia. Uno sale de ahí y siempre está buscando objetos que contengan atmósferas de ese espacio, souvenirs de ese origen, idealizado y cálido, de aquello que fuimos, y que en algún lugar, también, somos.

Publicación: Tren Nocturno a Lisboa

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