Por Francisco Marzioni / Gif: Matías Brasca

Francisco Baigorria, hacía poco tiempo, se había convertido en notario. Después de rendir tres veces el examen de notaría, consiguió finalmente un puesto en una de las delegaciones de la ciudad. Trabajó muy duramente para conseguir el título y alquilar una oficina, ahorrando dinero de su empleo como vendedor de equipos electrónicos en una tienda departamental. Casi todo su sueldo iba a la caja de zapatos que guardaba celosamente en una cómoda de la habitación que compartía con su esposa. Ella mantenía la casa mientras era secretaria en el despacho de su padre, donde podía llevar a los chicos y así también hacerse cargo de la familia. Él esquivaba la tarjeta con la que debía marcar los ingresos y egresos a la tienda para poder llegar a la escuela y, por las noches, estudiaba hasta quedarse dormido. Faltaba a bautismos, casamientos, cumpleaños, cenas familiares, y leía incansablemente libros legales, memorizando articulados de complejas leyes y aprendiendo los secretos de un oficio que no le apasionaba pero, sabía, garantizaría el futuro de su familia por siempre. Cuando finalmente pudo instalar su oficina y amueblarla, sintió que el mundo era suyo.

Una mañana caminaba a su trabajo -vivía a sólo diez cuadras del edificio donde funcionaba la notaría, arriba de una fonda- cuando vio algo que le llamó la atención. La ciudad de México, asolada permanentemente por sismos y pequeños temblores, a veces exhibe los efectos de estas fuerzas que desacomodan algunas piezas de la frágil estructura construida hace siglos arriba de un lago. Nadie en la vereda pareció reparar en una grieta que cruzaba una pared pintada con los colores del partido político gobernante, que a la vez eran los de la bandera del país, de donde emanaba una luz algo brillante, componiendo una imagen muy poco usual. Pensó, “de las grietas salen pastos, alimañas, suciedad, pero no luz”. Se acercó y observó de cerca la hendidura en la pared. Limpió sus lentes, pensando que aquella imagen era producto de una impureza en los vidrios. Un gran paisaje apareció entre el polvo que soltaba el revoque descascarado de la pared. Un verde prado cubierto de flores rosas, levemente ondulado formando suaves colinas, se extendía y terminaba en un cielo turquesa prístino. Pudo escuchar un silencio amable que envolvía el lugar y lo absorbía. Cuando alejó la cara, lo aturdieron las bocinas estridentes de los autos cruzando la avenida a toda velocidad, los gritos de los vendedores de tamales, el rumor de la gente que conversaba en la cercanía. Se dio vuelta y siguió camino, diciéndose a sí mismo que tal vez la pared ocultaba un hermoso parque que pronto se inauguraría.

En los días siguientes anduvo de nuevo por la vereda donde estaba la grieta. Era evidente que el último sismo la había abierto, de eso no quedaban dudas. Miró en los alrededores buscando máquinas de construcción, enormes topadoras y brazos mecánicos que fueran artífices de las construcciones que todo parque público requiere, pero no vio nada. La pared seguía con su pintura partidaria despintada por el tiempo -las últimas elecciones habían sido dos años antes- y el lugar parecía estar deshabitado.

Una noche volvía de su despacho, algunos minutos después de las ocho -tenía por costumbre no trabajar pasando ese horario, su salud era muy débil y debía cuidarse de las tensiones- y se acercó de nuevo a la grieta con curiosidad. En los primeros segundos no vio nada, sólo oscuridad, y un regocijo lo invadió. Pensó, “sabía que no había nada detrás de esta pared”. Pero estaba equivocado. En seguida la penumbra se encendió de luz y pudo ver el campo de flores, esta vez con sus pétalos cerrados sobre sí mismas, tapizando las mismas suaves colinas, ahora cubiertas de un pasto de extraño color morado y rojizo, como el betabel. La noche completamente estrellada cubría el paisaje con millones de luces blancas titilando a destiempo, estrellas de diferentes tamaños y formas que componían una visión asombrosa. Tras unos momentos sacó la cabeza de ese agujero, limpió sus lentes y volvió rápidamente a casa. Su esposa había hecho carne asada con vegetales al vapor ya que, tras abandonar su trabajo, podía dedicarle tiempo a las tareas de la casa y cuidar a sus hijos la mayor parte del día.

Durante semanas, camino a su oficina, Francisco Baigorria vio la grieta desde lejos. Seguía ahí, con el mismo tamaño de siempre, desatendida por todos los caminantes. Algunas veces se sentó en un café que quedaba justo enfrente, antes o después del trabajo, y la vigilaba durante un rato, esperando ver a alguien más que se acercara a contemplarla. Nada pasó. Tenía un amigo en la oficina catastral de la ciudad, y fingiendo interés por comprar el terreno, le pidió que le averiguara todo lo que se podía saber sobre él. Pertenecía a una empresa constructora, le dijo el amigo, que al parecer planeaba construir un edificio, pero no habían movido nada desde que lo compraron algunos años antes. Su amigo le dio el teléfono de la empresa. Una tarde, el notario esperó a que su secretaria saliera a comer y discó el número. El teléfono sonó varias veces y nadie lo atendió. Llamó dos veces más con el mismo resultado. A la cuarta vez, su secretaria había vuelto de comer y lo sorprendió al teléfono. Le preguntó a quién estaba llamando, diciéndole que ella cumpliría la tarea y le comunicaría cuando contesten. Él dijo que no era importante, arrugó el papel donde tenía el número anotado y lo tiró a basura.

Pasaron meses en los que, diariamente, el notario caminaba por la vereda de la pared agrietada pero no la miró, ni la vigiló, ni se acercó para asomarse al interior. Inicialmente hizo un esfuerzo concienzudo para no distraerse con aquel asunto pero después, gracias al tiempo, prácticamente se había olvidado de ella. Entonces, un día durante un paseo familiar, su esposa insistió en detenerse en un puesto del mercado donde vendían libros. A él no le interesaban mucho los libros que no fueran de utilidad para su oficio o que no contengan consejos para hacerse rico, pero fingió interés en la mercancía para complacer a su mujer. Le llamó la atención la ilustración de tapa de una edición de bolsillo firmada por Charles Lanwick, que en la solapa se presentaba como un periodista dedicado al fenómeno paranormal. Era un dibujo de un fondo azul atravesado por una grieta de la que emanaba una suave luminiscencia. Le sorprendió advertir que la forma de la grieta en la ilustración imitaba la de la pared cerca de su despacho. Escondió su sorpresa, fingió una alegría desinteresada y compró el libro y otro más, para no levantar sospechas. Mintió acerca de un cliente al que le interesaría el libro de Lamwick.

Ese lunes a la mañana desayunó muy despacio, leyendo el diario y haciendo el crucigrama, saludó con un tierno beso a su esposa, puso el libro en el maletín e hizo un comentario en voz alta acerca de lo contento que estaría su cliente cuando le diera aquel regalo. Su esposa lo despidió con una sonrisa, contándole que haría una cena especial esa noche por la visita del hermano de ella, que quería presentarles a su prometida. El notario se fue de su casa con una sonrisa, pero a medida que se acercaba a la grieta, todos sus compromisos laborales, familiares y sociales fueron diluyéndose en su mente y lo invadió una sombra de preocupación. Cuando llegó ante la pared despintada se detuvo. Se aseguró que no hubiera nadie observándolo, sacó el libro del maletín y comparó el dibujo con la forma de la extraña grieta. Tal y como le había parecido en la feria, eran exactamente iguales. Guardó el libro en el bolsillo de su saco y caminó de prisa rumbo a su oficina. Saludó muy amablemente a su secretaria, quien le recordó los compromisos que debía cumplir esa mañana y le acercó algunos formularios que debía completar en la próxima hora. El notario le aclaró que eran papeles muy importantes, le llevaría bastante tiempo llenarlos y no debía ser molestado, le pidió que no le pasara llamadas y fue a su escritorio, cerrando la puerta con cierta desconfianza. Examinó los documentos, escribió unas palabras en ellos, los firmó y, en pocos segundos, los dejó a un costado. Sacó el libro comprado en el mercado y lo abrió en la página 10, cuando comenzaba el primer capítulo. En una hora y media leyó casi todo el volumen, en el que se describe la posibilidad de la existencia de otros mundos paralelos al nuestro, escondidos en los pliegues cuánticos de la realidad. Lamwick expone teorías sobre vórtices dimensionales que existen en zonas donde hay una fuerte carga energética, ya sea por la historia del lugar, las características geológicas o la presencia de arquitecturas naturales o artificiales que funcionan como antenas receptoras y emisoras de energías dimensionales. Al terminar el libro, la secretaria lo llamó -pidiéndole disculpas por la interrupción- para recordarle que debía ir a visitar a un cliente que exigía su presencia para certificar ciertos documentos de un trámite en la oficina de patentes. El notario abrió un cajón de su escritorio que tenía llave y guardó el libro ahí, junto con una serie de carpetas a las que sólo él tenía acceso. Hasta ese momento, la llave permanecía a la vista, clavada diariamente en la cerradura del cajón, pero desde entonces la incluyó en el llavero que llevaba prendido al cinturón. Esa noche, al volver a su casa, pasó por la vereda donde estaba la grieta y se acercó a darle un vistazo. El paisaje era el mismo que el de la última noche en que había mirado, pero esta vez una luna llena se alzaba en el centro del cielo estrellado. Volvió a su casa, comió con su familia, conoció a la futura esposa de su cuñado y, antes de irse a dormir, miró por la ventana de su habitación en el primer piso de la casa y confirmó que esa noche no había luna en el cielo de México.

 

 

Francisco Baigorria fue reconocido en los siguientes años como uno de los notarios más honestos, eficientes e inteligentes del ámbito notarial de la ciudad. Mudó su despacho algunas veces, aunque siempre se mantuvo en la misma zona, su negocio se agrandó bastante y llegó a tener varios empleados y discípulos. Recorrió el mundo acompañado de su esposa, visitaron el Vaticano, Roma, París, Alemania, Londres, Escocia, Perú, Bogotá, Buenos Aires y, con frecuencia, viajó por trabajo a Estados Unidos. Una vez, en Miami, conoció a un científico, un físico atómico que también se alojaba en su hotel y trabaron una ocasional amistad producto de ir a buscar hielo al mismo tiempo en la conserjería. Compartieron un brandy en la habitación del notario, donde el científico le contó que trabajaba en el MIT, en un equipo de investigación que hacía desarrollos en base a  la teoría de cuerdas. Esa noche Francisco Baigorria le preguntó al científico si era posible la existencia de mundos paralelos, y si esos mundos podrían estar conectados con el nuestro. Su nuevo amigo le contestó que, en teoría, eso era posible, y le explicó el complejo mecanismo por el que la realidad podría doblarse hasta conseguir tal cosa. La conversación se extendió por una hora y cuarto hasta que cambiaron de tema y finalmente se diluyó en un sincero apretón de manos cálido y una cálida despedida. Nunca más se volvieron a ver, aunque el notario guardó la dirección y el teléfono del científico entre sus papeles personales dentro del cajón de la mesa de luz junto a su cama matrimonial y alguna vez le envió tarjetas de navidad.

En sus últimos años Francisco Baigorria luchó contra una cruel enfermedad que lo dejó postrado. Su hijo, escritor, le ofreció redactar una biografía en primera persona que se titularía “Mis memorias”. El notario narró en detalle su vida, desde su niñez hasta su juventud, luego su matrimonio, sus estudios, su trabajo y sus viajes. Durante las largas conversaciones con su hijo quiso contarle acerca de la grieta y la pared, pero no supo cómo decirlo. Pensó, “tal vez no haya sido más que mi imaginación”.
Algunos años después de su muerte, su nieto revisó el cajón principal del viejo escritorio que le había heredado su abuelo. El joven encontró el libro de Lamwick. La página 74 estaba marcada con un pequeño papel que tenía, escritas a mano, el nombre, la dirección y el teléfono de una persona. Llamó por teléfono al número anotado. Nadie atendió. No volvió a insistir y tiró el papel a la basura. El libro fue donado a una escuela junto a las obras completas de Shakespeare, algunos tomos de Derecho Civil y dos o tres volúmenes sobre política mexicana que formaban la pequeña biblioteca de Francisco Baigorria.

 

 

Bíos
Francisco Marzioni
(Rafaela, Santa Fe, 1979) es escritor, periodista, poeta y héroe anónimo de la música lofi. Pasó la mayor parte de su vida leyendo libros de Ciencia Ficción, escuchando discos de L.A. Spinetta, discutiendo en blogs y pagando impuestos al trabajo autónomo. Actualmente vive en la CDMX. Es fundador y colaborador de @RevistaPaco (link a https://revistapaco.com/) y publica con frecuencia en el Medium de #RevistaChicas.

 

Matías Brasca (Rosario, Santa Fe, 1979) Ochomesino por iniciativa propia; nacido en Argentina y emancipado en Holanda, con esposa nuevemesina, donde gestaron una casi diezmesina adorable. Escribe, dibuja y hace animaciones así nomás. Nadie sabe bien de qué trabaja. Es campeón mundial de animación de GIFs del Rotterdam GIF Festival 2017. Acaba de terminar su primera novela gráfica. Su trabajo puede verse en https://dribbble.com/Granmarote

 

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