Por: Germán Briñón  – Ilustración: Melina Briñón Paz

Pulso blanco.
Oscuridad.

Destellos. Pulso violeta. (AMANECE).
Línea de luz en el cenit. (DÍA).

Los diez Voladores saltaron al vacío a través de la grieta en la muralla de Dailajbalán. Se elevaron hacia el cenit Balantaar y se inmovilizaron de uno en uno. Luego se dejaron caer trazando amplios círculos. Debajo, el mar golpeaba los muros de la ciudad.

Tras ellos salió la horda de Nadadores y Deslizadores. La grieta hirvió con figuras oscuras que se precipitaron sobre las aguas espumosas. Una mancha se esparció sobre el mar como una película de aceite.

Al otro lado del océano se alzaban las murallas blancas de Xiambbar. Las profecías presagiaban que al entrar hallarían el alimento necesario, que quien lograse atravesarlas pondría fin al padecimiento del Hambre.

Desde los tiempos de la Memoria Intuitiva los ejércitos de Dailajbalán habían atacado sin descanso, pero habían sido destruidos. Año tras año, al comienzo de la Estación del Hambre, partían hacia una muerte segura sabiendo que no habría vuelta atrás, que debían morir y ceder la oportunidad a las generaciones venideras, así como lo habían hecho sus antepasados, para que cuando volviera la Estación del Alimento los recién nacidos pudiesen recomenzar el ciclo.

Sin embargo, mientras planeaba, Sarananendu intuyó un destino diferente. Nunca antes se había reunido un ejército semejante. La ciudad estaba abarrotada y se habían visto forzados a lanzar el ataque anticipadamente. Tal vez el triunfo fuera posible.

A lo largo de la Estación del Alimento la población había crecido sin control. Inexplicablemente el Hambre no había comenzado cuando debía y el Maná continuó cayendo dos veces al día cubriendo los domos y las calles con su manto ligero e impalpable. Los copos se deshacían en la boca: dulces, tenues, vitales.

Los gremios se habían visto forzados a rechazar a muchos y las pandillas vagaban por Dailajbalán sin hogar ni función, usando los callejones de la basura para secretar los paneles de resina con que alzaban sus casuchas.

Por primera vez diez Voladores habían logrado alas completas y cuerpos acorazados. Pero Sarananendu no devoró todo lo que pusieron ante él y creció fibroso y delgado, mientras el resto desarrollaba cuerpos gruesos y macizos. Aquellos años de burlas sólo habían fortalecido su voluntad de volverse liviano como un copo de Maná para volar hacia Balantaar y hundirse en el bienestar de su luz blanca y perfecta.

Los Saltadores cruzaron la grieta y cayeron sobre los Deslizadores. Sus cuerpos menudos de extremidades poderosas rebotaron de caparazón en caparazón, apiñándose como si fueran enormes balsas. Entre las olas los Nadadores asomaban cada tanto sus cabezas con forma de cuña espiando la superficie. Los Voladores pasaron rasantes proclamando la gloria de una nueva Era. El ejército se desprendió de la muralla y se lanzó hacia el mar abierto.

El ataque había comenzado.

Pero la figura delgada de Sarananendu planeaba en lo alto, buscando una corriente cálida que pudiera llevarlo hacia el cenit. Sus manos secretaron resina adhiriéndose a la reluciente vara que empuñaban. No podía permitirse dejarla caer. Un recuerdo repentino lo sumergió en el pasado.

¡La llave de Xiambbar! ¡La llave de Xiambbar! Había pregonado un viejo Nadador mientras la alzaba, procurando hacerse oír sobre la muchedumbre que saturaba las calles. Su condición de paria le había sido impuesta por no aceptar la muerte cuando debía. Nadie lo escuchaba. Su ancianidad era su vergüenza. Pero Sarananendu se había apiadado y lo había llevado a su cobijo. Recostado y enfermo el viejo había hablado durante largas horas. Su historia chasqueó con delirante energía a través de sus labios branquiales. Finalmente, le había entregado la vara.

Una corriente cálida impactó sobre el torso estriado de Sarananendu. Su espalda se arqueó bruscamente. La cuerda del espinazo le estalló de dolor. A medida que ascendía aleteó al límite de sus fuerzas, hasta que logró acomodarse a la turbulencia. Luego se dejó llevar sumido en el éxtasis blanco de Balantaar, que pulsaba dentro de su cuerpo oleadas de placer.

El tiempo pareció fundirse.

De pronto, percibió la sensación que el vello de sus quijadas había estado esperando: el viento cambiaba. Plegó las alas. Si continuaba a esa velocidad se estrellaría contra el Arco de Hielo. Pero la corriente sopló en otra dirección. Su cuerpo giró hacia Xiambbar y planeó con precaución, situándose de espaldas a la pulida superficie del Arco. Vislumbró, entre las nubes, el mar distante. El ejército era una mancha lejana y palpitante sobre el azul de las olas.

La voz del Nadador volvió en su memoria.

Los Gigantes de Fuego salieron del mar. ¡Esferas enormes cubiertas de púas que flotaban en el aire! Nos esperaron al pie de las murallas. Los Deslizadores fueron los primeros en llegar. Las púas los cortaron en dos con líneas incandescentes.

Muchos Saltadores lograron colgarse y escupir saliva ácida. Pero de poco sirvió. Las púas se encendieron con un fuego azul que los quemó a todos. Los Voladores nos ordenaron avanzar. Nos sumergimos y atacamos pero no nos fue mejor que a los Saltadores.

El fuego azul hizo hervir el mar. La superficie se llenó de cadáveres. Los Nadadores subían desde las profundidades. Un humo agrio oscureció todo.

Su cuerpo se sacudió entre espasmos, mientras los labios branquiales intentaban darle aire. Cuando logró hablar otra vez, confesó que había huido de la batalla dejándose llevar por las corrientes marinas. Poco después la culpa había ganado en su interior y lo había obligado a regresar. En el fondo del mar un brillo extraño le llamó la atención. Así halló la vara, una de las largas púas que había sido arrancada a los Gigantes de Fuego. Luego exploró bajo las olas que rompían contra las murallas y descubrió cómo entrar a Xiambbar.

El Nadador calló. Sus pupilas facetadas se habían apagado para siempre. Sarananendu recordó haber tenido la sensación de que el alma del viejo había esperado a desprenderse del peso de aquellas palabras para abandonar al fin su cuerpo maltrecho.

Tensó las alas buscando avanzar más rápido: el viento perdía impulso. Debía alcanzar los muros antes que el ejército. Una mezcla de pánico y desesperación estremeció cada estría de su cuerpo. Sus alas se fatigaban con rapidez: sin la ayuda del viento debía batirlas con todas sus fuerzas para no perder altura. Las horas gotearon. Tuvo la sensación de flotar en el mismo lugar, de que el tiempo jugaba con su voluntad. Había desestimado la distancia entre las dos ciudades.

Pero cuando ya perdía toda esperanza vislumbró a lo lejos las murallas de Xiambbar. Se sintió desfallecer pero no se dio por vencido. Inspiró profundamente y le entregó a sus alas toda la energía que le quedaba.

Apuntó la vara hacia delante. La púa se incrustó en la muralla con un golpe seco. Su cuerpo golpeó con violencia. Aturdido y temblando luchó por respirar. El aire ardió en su garganta. Entró en trance. Los pigmentos de su piel lo mimetizaron con los muros.

El tiempo se movió indescifrable.

Cuando despertó se izó sobre la vara y esperó. Todo dependía de lo que el vello de sus quijadas pudiera percibir.

Y de pronto lo supo.

Pegó su vientre a las murallas y se dejó caer con la púa entre las piernas, escondiéndola de los Gigantes de Fuego. Su cuerpo calcaba los muros como si ya fuera parte de Xiambbar.

La superficie del mar se precipitó hacia él a toda velocidad. A su alrededor explotaban los cuerpos, las enormes esferas escupían fuego, los Voladores ardían en el aire arengando al ejército… Nadie reparó en la delgada figura de Sarananendu cayendo, casi rozando los muros de la ciudad.

Su cuerpo se hundió en el mar como una flecha. En cuanto notó que el agua lo frenaba movió las piernas como lo hacían los Nadadores, hasta que encontró lo que buscaba.

Enormes compuertas circulares se abrían en las murallas y se cerraban al paso de los Gigantes de Fuego. Nadó hacia el borde de una de ellas buscando las perforaciones que el viejo Nadador le había dicho que hallaría. La compuerta se abrió. Sarananendu descubrió orificios e insertó la vara en uno de ellos.

Un chirrido estrepitoso se escuchó detrás de los muros. Cuando la compuerta intentó cerrarse Sarananendu sintió un golpe en la vara. Por un momento temió que se quebraría, pero inexplicablemente resistió. La compuerta quedó abierta.

Todo había terminado. Sus manos permanecían pegadas a la vara; su vida, a su destino. Su instinto de supervivencia luchó por librarse de ella. Podría haber disuelto la resina con su saliva, pero la púa hubiese caído de sus manos y toda esperanza se habría perdido. Su vida no era más importante que entrar a Xiambbar.

El agua entró por su garganta. Su cuerpo intentó adaptarse. Su piel se abrió a los lados del cuello, pero no consiguió formar los labios branquiales que tenían los Nadadores. Su cuerpo flotó inerte. La blanca luz de Balantaar se extinguió. En su lugar, una luminosidad enferma tiñó el agua de rojo. Sarananendu sonrió. Con que éste es el color de la muerte pensó mientras la vida se le iba del cuerpo.

Se apagaron los tubos fluorescentes.
Oscuridad.

Destellos violetas. Los tubos titilan. (ATARDECE).
Luz roja. Sirenas. Balantaar ha muerto. (NOCHE).

Las alarmas estallaron a las tres de la mañana. El Prax Oliverius saltó de la cama y entró a la carrera dentro de la Sala de Monitoreo. El Oficial de guardia se inclinaba sobre la consola.

— ¿Qué pasó?
— Una incongruencia lógica en el algoritmo de alimentación.
— ¿Cuál fue la cepa hiper alimentada?
— La 11.
— Mierda.
— Las nano sondas ya fueron activadas.

Un enorme ventanal daba a las instalaciones de cultivo. Un domo de dimensiones descomunales albergaba once tanques circulares techados de vidrio. El tanque 01 contenía la fase más lenta, el 11 la más estimulada.

— ¿Valor actual?
— 2,03 pulsos evolutivos por mili segundo.
— Mierda, mierda, mierda…
— ¿Qué hacemos, Prax?
— Incremente la tortuosidad a 7,5 Gigawaks.

Los tubos fluorescentes se apagaron. Una radiación de luz roja impactó sobre el tanque experimental 11.

— ¿Respuesta?
— La tasa de aceleración no se estabiliza.
— ¡Desestime e incremente a 10 Gigawaks!

Un panel lateral se encendió con luces de alarma.

— ¡Reporte!
— ¡Se están produciendo filtraciones en el contenedor 37! Los Neburoides entraron por un alveolo de agua. Se detectan vestigios de colonización en las intersecciones A7 y N8.
— ¡Imposible, cómo puede estar pasando esto!
— ¿Qué hacemos, Prax?
— ¡Active los tubos de cianuro!
— ¡Pero se arruinarán diez años de investigación!
— ¿Cree que no lo sé, idiota? ¡No tenemos salida! ¡Proceda ahora!

El oficial dudó. El Prax Oliverius lo empujó a un lado y activó el sistema de desinfección de un manotazo.
Pero su acción llegó cinco segundos tarde.

Aunque el edificio del Instituto de Investigaciones Evolutivas había sido construido con los mejores materiales, unos pocos Neburoides lograron filtrarse a través de pequeñas fisuras en las paredes.

Se adaptaron rápidamente. En el primer día se diversificaron en Cavadores, Procesadores, Acopiadores, Perforadores y Descomponedores. En el segundo día proliferaron por todo el continente. Al tercero había colonias de Neburoides por todo el mundo.

Los cuerpos de los humanos tuvieron particular predilección como alimento, especialmente el tejido detrás de los ojos. Las células se deshacían en sus bocas: dulces, tenues, vitales.

Una semana después la raza humana se extinguió.

Germán Briñón (1970) es argentino. Ha transcurrido su vida haciendo equilibrio entre distintas pasiones con éxito cuestionable: Geólogo, padre de familia, vendedor, empleado, cantante y escritor. Es ineludible admitir que quien mucho abarca nunca deja de ser un aficionado, sin embargo, sus incursiones sobre la literatura las hizo con verdadera honestidad. Su obra (la ópera prima La Llave Rota, la novela en colaboración con Blas Ordóñez El Cuello Desnudo de los Árboles y la antología de relatos Fractales Paralelos) se encuentra inédita, siendo la excepción el relato largo El Cliente escrito a partir de una apuesta con Francisco Marzioni.

Melina Briñón Paz (2003), hija de Germán y Fabiola Paz, es artista. Dibuja desde los 8 años con constancia, creatividad y compromiso, con el sueño de dedicarse a las Artes Visuales como modo de vida. Por suerte, heredó las virtudes de su madre.

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