Por Alonso García Matallana · Ilustración: Enzo Rodríguez Suárez.

 

Mi pueblo estaba hecho de casas de madera caracolí y de techos de palma. Mi piel negra se veía muy bonita cuando se juntaba con la arena dorada que había en la única calle que atravesaba el pueblo. Allí muchas veces me caí, cuando jugábamos fútbol con un balón de caracola. Jugábamos a la siesta, callados. Sólo se escuchaban nuestros pasos, negros, sobre la arena.

Y venía todo bien, de partido en partido y de caracola en caracola, cuando un día Doña Petrona se asomó por la ventana con cara de recién levantada y ¡pá!, Yeison metió el gol en nuestra cancha hecha con caparazones de tortugas. No nos habíamos dado cuenta, pero un caparazón estaba habitado, por lo cual, nuestra cancha ahora era más grande que la del otro equipo.

Y ¡pá!, se escuchó un tiro, justo cuando Yeison hizo el gol.
Llegaron unos camiones verdes, escarbando con sus llantas en la arena. Ellos estaban encaramados, disparando al cielo.

Del mar venían las lunas blancas que se amontonaban y se iban oscureciendo hasta hacerse grises y que después, ya sobre mi pueblito, se rompieron como cristales por las balas; al agrietarse se escuchó un estruendo que nos hizo tapar los oídos; también nos cegaron los rayos de luz que salieron por las cicatrices, hasta que las lunas se desgajaron en gotas sobre nosotros. Todos mirábamos a los hombres-lagarto bajando de los camiones. Y ellos nos miraban, con sus ojos de pupilas filosas, con sus bífidas intenciones.

 ¡Chicos! ¡Corran!, gritó doña Petrona, barriendo con su mano el aire, en dirección al manglar.

Salimos corriendo, aunque Yeison tropezó, cayó y se quedó en el piso, sin poderse levantar de la arena mojada, diciéndonos que lo esperemos, que no nos fuéramos sin él. Se intentaba arrastrar, estiraba su mano hacia nosotros, mientras con la otra se tomaba el tobillo del pie con el que nos había hecho el gol, que estaba dado vuelta. Antes de entrar al manglar, en el límite entre la arena y la tierra, miré que un hombre-lagarto se paraba atrás de él, saboreándo.

Nos habíamos perdido en el manglar. Todos corríamos en direcciones distintas. Atrás, escuchamos los tiros: ¡pápápá! Las lunas seguían rasgándose. A doña Petrona ya no la escuchamos más. Los que dormían siguieron durmiendo, para siempre. Los gritos de Yeison sí los escuchamos. Luego, sus siseos. También escuchamos las hojas moverse tras nosotros, doblándose al paso de los monstruos, derritiéndose por el contacto con su piel escamosa.

Iban cayendo los de mi equipo y los del otro, todos por igual. Caían unos en el barro y se los tragaban las raíces de los mangles, como hacen los cangrejos con sus tenazas, arrastrando la presa hacia su interior. Salvándolos del bien y el mal. Otros eran sorprendidos, les tapaban la boca, los apresaban y constreñían con sus colas, mientras les apuntaban con el arma sobre sus cabezas, y les empezaban a brotar escamas, a mis amigos, cuando no era una cola, una cresta, un colmillo o una bala.

 Atravesé la frontera, del otro lado del manglar, y caí de rodillas, agotado, sobre la arena. En el aire se respiraba la sal. El mar estaba al frente. ¡pápápá! Estaban cerca, así que, tomé aliento y me lancé. Sentí la sal en mi boca.

Los hombres-lagarto junto a los niños-lagarto salieron con sus armas y pisaron la arena de la costa, la marchitaron, y se quedaron mirando el ocaso, entre las lunas rotas, disparando al mar, incapaces de entrar. Y yo nadaba y nadaba, sumergido, hacia el centro del mar, junto a la tortuga, mientras las balas caía sobre el agua.

Atrás, el manglar, en el que confluye lo dulce y lo salado.