Texto: Emiliano Baigorri Theyler / Fotos: Fernando González Panzi. 

Mordeduras de viento

Durante varias noches seguidas en el Convento de San Francisco, la hermana F reza arrodillada sobre el cemento frío, frente a la imagen de Cristo Crucificado. Esta devoción, aunque reciente, no resulta novedosa para F, que siempre sospechó de sí misma una capacidad apabullante de autosacrificio, ni para sus hermanas de clausura que siempre la han considerado un tanto excesiva en sus demostraciones de fe. En una primera quincena, la hermana F reza durante cuatro horas seguidas por día. Al cabo de este período, decide duplicar el tiempo. Casi no duerme y apenas come, sin embargo nunca deja de realizar sus actividades diurnas en reemplazo. Sus compañeras se preocupan. La Hermana Superiora, avisada del acontecimiento, intenta convencer a F para que modere aquella práctica. Primero, con palabras dulces y sencillas. Luego, la amonesta con severidad argumentando que la conducta de F resulta no sólo indecorosa para sus compañeras, sino también para los ojos de Dios. Es un exceso. Una falta de humildad, dice la Hermana Superiora.  

F resiste en su propósito durante otros quince días consecutivos. Sus rodillas deformadas son la prueba de su devoción. El convento, superado el momento de desaprobación, se conmueve prodigiosamente. Todas las hermanas, bajo la influencia de la Hermana Superiora, se convencen de estar frente a la presencia de una santa. 

El Abad Principal de la provincia arriba en las primeras horas de ese domingo. Por la noche conversa durante dos horas seguidas junto a F, los dos arrodillados frente a Cristo Crucificado. Las palabras dan fruto. El Abad logra convencer a F de dedicar su tiempo a tareas más acordes a la entereza y determinación que demuestra. El Abad y F se retiran a sus aposentos. Minutos más tarde, la hermana encargada de apagar las velas y cerrar las puertas de la iglesia del convento es testigo de las primeras lágrimas de sangre que emergen de los ojos del Cristo Crucificado. Desde el primer momento el milagro se atribuye a la piedad de F. La noticia corre rápido. 

Los diarios locales dan forma al fenómeno: explican las virtudes de F e inventan extraordinarias biografías. La gente se moviliza hacia el convento y acampa a sus puertas. Todos quieren ver la sangre, todos quieren sentir la santa presencia de F. 

La Hermana Superiora se suicida el martes. Los testimonios afirman que alrededor de las diez de la noche pudo verse, desde la vereda que rodea la entrada del convento, el cuerpo de la Hermana Superiora cayendo desde una de las ventanas de la torre de la iglesia. Las autoridades eclesiásticas anuncian en notas de prensa que se están investigando los hechos. El obispado nacional envía a Ciudad X al párroco D, teólogo y doctorado en ciencias químicas. D tiene que resolver todas las aristas del caso: determinar la supuesta santidad de F y esclarecer las circunstancias de la muerte de la Hermana Superiora. D tiene que hallar una respuesta clara para todo el asunto.  

Por su parte, las autoridades políticas, comerciales e industriales de la ciudad especulan con los beneficios económicos indirectos que la nueva santa trae consigo para la comunidad de Ciudad X. Si es que el milagro de las lágrimas se confirma. La muerte de la Hermana Superiora complica todo, claro está. La llegada de D los incomoda, si bien apuestan a congraciarse con él. 

A D le alcanza una noche y dos días para resolver el caso. No avisa, sin embargo, a las autoridades eclesiásticas. Visita, en cambio, a las autoridades seculares locales. Les da a entender: todo se trata de un artilugio, una trampa planeada por la Hermana Superiora y la blanda y manipulable F. Lo único que descarto de plano en todo esto, es una intervención divina, dice D. Quizá sí intervino, además de F y de la Hermana Superiora, alguien más, pero lo dudo. No estoy en condiciones de afirmar que F haya matado a la Hermana Superiora. Tampoco puedo asegurar que se trató de un suicidio, agrega. Las autoridades locales se miran sin entender. D continúa: F  está convencida de su misión divina. Por ella no hay que temer. Sólo deben facilitarle el camino, remata D, categórico. La reunión se resuelve con una cifra y un arreglo en efectivo. El párroco se despide y regresa a su hotel. 

Esa noche F sueña con una jauría de perros salvajes que corren por un camino de campo en plena noche. Ráfagas de viento levantan la tierra a la distancia, formando enormes y descontrolados tornados. La jauría avanza por el camino hacia el párroco D que se sostiene aferrado a uno de los cables del alambrado que delimita el camino. Los perros alcanzan al hombre antes de que pueda cruzar del otro lado. El rugido del viento no le permite escuchar sus gritos.   


Al final del arco iris

Aquella tarde se hospedan tres hombres que a M le resultan raros desde un primer momento: petisos, demasiado petisos; y, además, con ojos enormes, de superficies vidriosas y fondos amarillentos. Los tres usan sombreros que descansan apoyados en sus orejas algo mochas. M piensa que son deformes, bichos raros empleados en algún circo ambulante. M los registra y los lleva a una habitación amueblada con dos cuchetas. La cama sobrante la ocupa una joven rusa que viaja por el mundo de mochilera. Carga sus valijas hasta la puerta de la habitación. Le parecen sumamente pesadas para sus pequeños y flácidos brazos.

Esa noche, en su casa, M tiene problemas para dormir. Una y otra vez piensa en las barbas rojizas y sucias de los tres huéspedes y en sus sacos verde oscuro de mangas gastadas. Al otro día, llegan más turistas. Buscando donde ubicar a un francés, M nota que la única cama libre que queda es la que ocupaba la rusa en la habitación de los tres petisos. El libro de registros indica que la joven se marchó en la madrugada de ese día. 

Al día siguiente los hombres pagan otro día de estadía, y le dejan a M una formidable propina. En las puntas de los billetes hay pegado una especie de purpurina rojiza y dorada. Este detalle lo alienta a investigar. 

Comienza por revisar el registro. Ahí surge una coincidencia: el francés, al igual que pasó con la rusa, se fue por la madrugada sin dejar rastros. M llama al chico de la noche y le pregunta si notó algo fuera de lo común en relación a los tres extraños. El joven le explica con voz cansada que no percibió nada alarmante en su comportamiento. Son muy graciosos, dice, todo el mundo en la hostería parece divertirse con sus cuentos. A lo mejor un poco extravagantes, usted sabe cómo es la gente que trabaja en el ámbito artístico, agrega. ¿Sabe a qué se dedican?, pregunta M, casi indignado. El empleado afirma que no lo escuchó directamente de ellos, pero que otro huésped con el que había estado conversando le comentó que trabajaban para la televisión. M cambia de tema y le pregunta sobre la joven rusa: el empleado no se acuerda de haberla despachado; tampoco se acuerda de ningún francés. Eso es raro, opina el joven, pero si estaba en los registros debía de ser así. No sería la primera vez que ocurre un olvido de ese tipo con tanta gente hospedada. M le agradece y le anuncia que no tiene que venir a trabajar esa noche. 

El resto de la tarde, M se cuida de no alojar a nadie en la habitación de los tres hombres y espera su momento. Cerca de las nueve de la noche, finalmente, se acercan al mostrador y le piden que les recomiende un buen restaurante típico: quieren comer tamales y empanadas. Parecen relajados y contentos, como cualquier otro turista de vacaciones. M les indica, señalando en el mapa de la ciudad, el más alejado posible. Necesita tiempo. Cuando parten, M entra en la habitación. Revisa las sábanas y los modulares. Entra al baño y mira en la bañera. Examina con paciencia el piso entero. Debajo de las cuchetas están las valijas aseguradas con candados. No hay sangre ni otro tipo de indicios criminales. M, de todos modos, tiene que sacarse la duda. Busca en el depósito un martillo y un punzón de albañilería. Regresa a la habitación, saca las valijas y las abre. En ellas hay ropa, zapatos, una caja con alfajores, paquetes de yerba, una bolsa con pastillas para el hígado, una revista de crítica de cine, un álbum de fotos en blanco y negro donde los tres hombres posan en distintos juegos mecánicos de algún parque de diversiones antiguo. 

M regresa a la recepción y se acuesta en un sillón. Una y otra vez viene a la mente de M la imagen de los tres hombres con sus sonrisas de dientes desconfiados. Tiene este sueño: los tres hombres poseen la piel verdosa y sentados en una mesa cubierta de sangre, destrozan con sus uñas largas y mal cortadas a la joven rusa y se la devoran a grandes bocados. Cuando terminan se visten con la piel sobrante de la víctima y se dirigen hacia el exterior: una gigantesca estructura de metal cubre el cielo. Los tres sujetos elevan sus manos como en una plegaria. Se arrodillan y se ponen a cantar en un lenguaje desconocido, hecho de chillidos y erupciones consonánticas. 

Algo está detrás, algo todavía no ha decidido mostrar su cara 

H, el hombre del clima, vive en el último piso del edificio más alto de Ciudad X. Es un hombre coqueto, de más de cuarenta, con la piel tostada aún en pleno invierno y que viste, desde primera hora, trajes elegantes y caros. 

Son cerca de las siete de la tarde. Desde la ventana de vidrio fijo, cigarrillo en mano, H observa el paisaje de la ciudad y sus límites. Observa la blancuzca claridad por encima de las montañas y el enrojecido borde de un pico. Mira, también, algunas de las nubes que comienzan a tomar de a poco la forma de su angustia. 

Por sobre estas imágenes que observa, superpone otras que imagina. El viento levantándose, objetos, papeles y bolsas bailando en círculos, alarmas de autos aullando desperdigadas, árboles que se sacuden y el crepitar de sus ramas confundiéndose con cristales que se quiebran.

En unos minutos, H tendrá que dar una noticia difícil para Ciudad X. 

Soltero empedernido, gran bebedor y conversador, H tiene una presencia hipnótica, frente y fuera de cámara; sus formas amaneradas y su humor, cargado de un leve racismo y adornado por un cinismo de clase alta, lo suelen convertir en el alma de las reuniones sociales más destacadas de la ciudad. Es, paradójicamente, pero sin contradicciones, el conductor más apreciado de los televidentes según las encuestas y mediciones más confiables de los últimos años. Hoy, sin embargo, cuando H se pare frente a las cámaras, ni sus humoradas ni su refinado encanto serán suficientes. H lo sabe de sobra. 

Este es el pronóstico: un frente tormentoso de proporciones nunca vistas se avecina desde el sur. Se esperan precipitaciones por encima de los doscientos milímetros en unas pocas horas, caída de granizo, vientos huracanados de más de cuatrocientos kilómetros por hora. Las crecidas de los ríos desbordarán el dique cercano. Será un desastre, piensa H, la ciudad no está preparada para esto. Pero hay más. La montaña más alta, ubicada al norte de la ciudad, ha mostrado en los últimos días síntomas de inusitados movimientos tectónicos. Podrán creerlo o no, pero se trata de un volcán hasta ahora inactivo. Un gigante dormido a punto de despertarse. 

H sospecha que la realidad será peor que el pronóstico, que no hay tiempo, que todo está terminado. Podrán creerlo o no. La tormenta llegando por el sur, el volcán abriéndose por el norte, los ríos desbocados, la lava y el vapor cubriéndolo todo. Las autoridades ya están advertidas. Esta noche, cuando H dé la noticia, un militar de alto rango enviado por el Estado nacional lo acompañará para explicar el plan de emergencia y evacuación.   

H llega al estudio, todavía faltan unos minutos para el comienzo de la transmisión. H se recuesta en su camarín por un momento. Sueña con una monstruosa nube verde que avanza sobre la ciudad. Hacia su centro la nube se va oscureciendo hasta llegar a ser de un negro total, como ocultando algo de enormes proporciones. Unos rayos de tonos rojos surgen desde cúmulos inferiores y, en lugar de golpear la tierra, se dirigen hacia la parte superior de la nube, en una pirueta física imposible. El viento ruge, levantando tierra en formidables torbellinos. Un retumbar poderoso y grave acompaña el avance de la nube y de lo que trae consigo. El ruido se repite de tal forma que parece un alud de piedra a punto de descargarse sobre la ciudad. Sin embargo, H no tiene miedo. Sabe, de alguna manera que no puede expresar en palabras, que lo que se oculta en el interior de la nube no es la devastación. Por el contrario, ahí se encuentra el medio de transporte que los pondrá a salvo, a él y a su público. Algo, una voz, se ha metido en su cabeza y le ha explicado el plan, la única salida para Ciudad X.  

 

Emiliano Baigorri Theyler (1984, Rosario, Argentina) es escritor, lector, bibliotecario y gamer de altura. En las stories destacadas de su perfil de IG se puede ver el trabajo en proceso del proyecto creativo Instrucciones para ejecutar un poema (@baigorriemi). También se puede visitar su blog en: http://profeciasdelamultiplicacion.blogspot.com.ar/