Por: Lucía Malvido · Ilustración: Enzo Rodríguez Suárez

Estoy sentada en la mesa del comedor de la casa de Gabriel y Mariana. Encontré un cassette entre las cosas junto al estéreo, rotulado con pluma negra sobre una etiqueta fluorescente. Una voz noventera canta sobre Nueva York, oportunidades nuevas, rock and roll y ropa de moda. La música es fea pero a mí me gustan esas cosas, me ponen en un estado particular de alerta, como el pitido muy agudo de algún aparato que no se puede desactivar. Preparé unos mates. Los mosquitos bajo la mesa están muy contentos con las celestes y apetitosas venas de mis empeines. Soñé con miles de aves. Apareciste tras a una puerta de vidrio. No recuerdo si nos dijimos algo, pero hice un esfuerzo por no detenerme. Entré al vestuario de hombres siguiéndote. Esperé a que te sacaras la camisa y vi tu imponente espalda de nuevo, robé el encendedor que estaba en tu bolsillo. Te pregunté tu opinión sobre algún asunto que estaba averiguando en el sueño, hicimos chistes y reímos al respecto. Me alegró verte de nuevo y antes de irme te dije que te amaba y se sintió bien poder decírtelo como si fuera lo más natural del mundo, seguirte amando después de todo este tiempo, aunque en la vigilia no sea exactamente eso.
Me puse a hojear un libro editado por Eterna cadencia compilado por Lolita Copacabana y Hernán Vanoli, la Nueva Literatura Norteamericana, y de pronto me pareció una pavada y me dieron ganas de que alguien lea estas notas estúpidas y me diga, oh, qué vanguardista que sos, todo esto es interesante, todas estas letras necias son en verdad literatura de una manera extraña que sólo nosotros podemos percibir. Ayer estuve leyendo una entrevista a Bernard Malamud en el Paris Review, The Art of Fiction No. 54, si no me equivoco. Fue tomada a mediados de los setentas en algún lugar del Noreste de Estados Unidos o el Sur de Canadá el fin de semana en el que Malamud cumplía sesenta años. La entrevista es hermosa, el hombre se expresa de una manera muy bella acerca de la vida y los consejos sobre escritura que da incluyen estar acá, en un lugar ajeno, llenando las páginas de un libro del futuro a pesar de cualquier vicisitud. A mí me gusta mucho ser visitante.

Encontré mi propio lugar fresco y seco en esta casa grande, en realidad le robé la mitad al gato rubio de Mariana porque anoche lo vi tendido sobre esta mesa y me pareció que sería un gran lugar para instalarme. Si el Chilito toma un poco de confianza quizás se venga a acostar acá junto a mi computadora un día de estos. Sería un gran gesto gatuno compartir conmigo el lugar, un gesto de paz. Espero que ocurra tarde o temprano, ya que por lo menos desde anoche el Chilito parece un poco perturbado por nuestra invasión. Debe extrañar a su mamá y preguntarse qué mierda hacen estos extranjeros durmiendo en la cama de sus amos. Las ruedas de caucho de los autos que pasan por la Calle José María Paz. Las palabras pueden contar nada o no terminar la historia ni empezarla del todo. Cuando el Chilito estaba distraído lamiéndose la panza volví de servirme café en un pocillo y me acosté de vuelta en la cama no tan cerca de él, como quien no notara que está el gato. Se hace el que no mira pero bien que lo averigua todo con los millones de pelos colorados y suaves que tiene por antenas y la cola que le coletea sobre las sábanas frescas. Qué bien se está aquí, en una casa sobre el suelo cerca de la tierra, qué bien se está descalzo sobre la madera o las lajas de la cocina sin miedo a que vengan las olas del Río de la Plata y tiren todo abajo, y quedar hundido entre la caca de perro y el aceite de los motores y la basura de los comedores y el chillido de los trenes del subterráneo y los ventiladores que agitan bajo el asfalto la atmósfera tensa de gases, de sudor, el azufre del subsuelo, esas piedras negras entre los rieles que antes eran sólo piedras, piedras libres, piedras silvestres y ahora pobres, inmóviles ahí, recubiertas de hollín y de las células muertas de los porteños y bonaerenses de a pie. Empecé a leer un libro de Ricardo Zelarayan y no quiero dejar de escribir nunca más.

El café de filtro sabe bien y tiene ese gusto salado de la cerámica del vaso. Una planta de hojas como palmas de mano vive adentro de una pecera llena de agua hasta el medio y puedo ver sus raíces-alga y el agua limpia que las contiene y todo es celeste por dentro, la casa celeste, las sábanas blancas tienen flores de invierno y las plumas de las almohadas se quedan en su funda, durmiendo sin andar por ahí aparentando pájaros muertos. Cantan los grillos en las marmitas o lo que sea que sean esas, y croan o trinan desde las altas ramas de los álamos en la vereda, la ventana está abierta y hace calor afuera pero el día no es completamente soleado, por suerte, y las nubes dejan asomarse al jardín trasero y quedarse quieto mirando el pasto crecido y la bugambilia que hay que podarla pero con cuidado porque pincha y también los rosales del frente cuyos brotes se los andan comiendo las hormigas, lo mismo que los pulgones de uno que a mí me parece que nomás ha de ser un yuyo muy crecido junto a las rosas. Cuando agarre cancha voy a arrancarlo y a ver qué pasa, si está muy bien agarrado es que es un cardo o una de esas plantas del monte que yo no conocía porque nací en la ciudad grande, la más grande de todas, con menos yuyos que todas las ciudades juntas y no había hormigas por ninguna parte o al menos yo no las veía, porque yo nunca me había puesto a mirar a las hormigas excepto en la escuela cuando era niña, que ahí sí había un jardín bastante grande donde crecían los tacos de reina y los tréboles y esas plantas con troncos como dragones. Cortábamos los tréboles y nos los comíamos, tenían gusto a limón, eran ricos, y después, cuando ya no iba a la primaria supe que los tacos de reina también se comían y hubiera querido volver al patio de la escuela, al plantero junto a la escalera de piedra volcánica que iba a las aulas de abajo, y revolver la tierra con las tijeras romas y comer las hojas de los tacos de reina y las flores rojas y anaranjadas, o probarlas aunque sea, como la miel de las flores de la cucaracha, que desprendíamos de su cáliz con cuidado y se volcaba un poquito de ese jugo que habían avisado las abejas o los colibríes que estaba ahí y era dulce, muy azucarado, y un poco amargo como toda el agua que corre por los márgenes de las hojas y tiene sabor a pasto mojado. Antes yo no sabía los nombres de las plantas más que de algunos árboles que me habían enseñado en los campamentos o en el campo cuando mis padres se habían hecho una casa en un terreno cerca del arroyo en una zona alta de Cocoyoc.

Ahí por primera vez vi las vacas, pero antes las escuché mugir, a la siesta, muy cerca de la ventana y cuando salí a mirar vi que se habían metido a la casa del vecino y tomaban agua de la alberca y sus voces resonaban en esos cuerpos enormes, blancos y negros y colorados, y los terneros eran de verdad y caminaban siempre cerca de la madre y les buscaban con la trompa agitándoles las glándulas de las tetotas infladas como cuando soplas adentro de un guante de látex. A veces mi padre me llevaba al hospital veterinario y mientras operaba me dejaba sentada en el otro quirófano junto a una heladera llena de medicinas y muestras de sangre, ahí todo era verde oscuro, negro y brillante como el acero, y me encendía el microscopio y yo me quedaba mirando a través de la lente las celdas color ladrillo de las células de la piel y de la sangre y de las cáscaras de cebolla y de los tumores mamarios y de las cataratas, mirando fijamente durante horas la impresión enorme de un ojo de perro y sus distintas partes, la anatomía del nervio óptico y la evolución de las criaturas ancestrales de las que devienen los perros, los gatos, los mapaches, los osos, y otros muchos animales que uno pensaría que pertenecen a distintas especies pero son todos hermanos, todos hijos del mismo bicho con cara de pez gato y cuerpo de caballo pequeño y garras puntiagudas y filosísimos dientes, bigotes largos, cejas de insecto. Ahí me quedaba esperando a mi padre en el misterio de lo que estaba ocurriendo en el quirófano de al lado y al final aventuraba algún diagnóstico dependiendo de cuánta sangre hubiera manchado la bata blanca de mi padre y si su rostro era serio o triste u orgulloso y aventajado.

Los sillones de cuero frío, uno bajo la ventana que daba a la calle empedrada de atrás, por donde metían a los perros que traían a la peluquería y a los animales heridos y por donde andaba el yucateco que era viejo pero tenía cuerpo de muchacho y su piel también parecía un cuero blando, manchado, reluciente y colorado. Me daba miedo andar sola por ahí en la humedad de esa casa y entre las sombras de los altísimos techos y entre las jaulas de la perrera donde estaba encerrada La Chata, una boxer blanca bravísima que servía de donadora de sangre porque no podía andar suelta de lo brava que era, pero yo iba a veces a mirarla de lejos, sin que me viera de frente porque ya era vieja y sólo se daba cuenta de que la estabas mirando si te acercabas mucho o le clavabas los ojos, así desde un borde la miraba, siempre tirando de la correa y ladrando o durmiendo rendida, soñando y agitando las patas en espasmos de susto, quién sabe qué le habrían hecho a esa perra, y me daba tanta pena que ahora de recordarla me sobreviene la tristeza. La infancia es un lugar a millones de kilómetros de aquí. El sonido simpático de las máquinas Oster cuando se metían entre las frondas de pelo apelmazado tras las orejas o las axilas de los perros. Los maullidos hondos de los gatos anestesiados, llorando como nenes. Los funerales de mis abuelos, sus cadáveres con los tendones estirados y los bordes de los párpados todavía mojados por una salvia densa, el camisón de mi abuela y las sábanas amarillentas de la habitación oscura de mi abuelo. Alfredo, Víctor, Carlos, Francisco, el abuelo Octavio que se había ido hasta el puerto de Brooklyn y había vuelto trayendo consigo a esa doncella de Luxemburgo que se llamaba Andrea y era preciosa y se murió de fiebre en la epidemia de 1919. Los recuerdos de mis abuelos muertos viven en mí todavía y muchas veces pienso que por eso escribo. Montones de escenas hay en mi cabeza que tuvieron lugar algún día viejo, y todos esos seres maravillosos actúan para mí, depilan cejas, reciben puñaladas, enmudecen bajo la cama. Un bebé robado por una mona capuchina que ha trepado hasta lo alto de un árbol. Un hombre necio haciendo una pira gigantesca con los cadáveres de todos los caballos de la división de infantería infectados por la encefalitis equina. Mi abuela friendo plátanos en la cocina y preparando arroz blanco con arvejas. Las vidas desconocidas de mis primos y mis hermanos mayores que me atemorizan. Quién sabe por qué todo eso está aquí ahora, porque la memoria es como un bote que nunca abandona el muelle al que está atado. Una balsa sin nombre que se vuelve vieja meciéndose de ida y vuelta, enmoheciéndose hasta poblarse de percebes y de almejas, hasta hundirse apenas en la orilla mitad adentro del agua clara, mitad afuera, y los peces la habitan y se alimentan de ella y al final ya no se distingue si es una balsa, un camalotal, o los antiguos restos de una ballena.